Sabías que?
Creado el Miércoles, 10 de Febrero del 2016 11:27:52 pm
En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16; Gl 1, 15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24, 49; Hch 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo.El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen hacia sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción del Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del Espíritu Santo.
Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio.
Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible su presencia en la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación significativa al respecto de las personas consagradas, llamadas a dar en cada situación un testimonio concreto de su pertenencia a Cristo.
Puesto que el hábito es signo de consagración, de pobreza y de pertenencia a una determinada familia religiosa, junto con los Padres del Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las religiosas que usen el propio hábito, adaptado oportunamente a las circunstancias de los tiempos y de los lugares. Allí donde válidas exigencias apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio Instituto, podrán emplear también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo adecuado, de modo que sea reconocible su consagración.
Los Institutos que desde su origen o por disposición de sus constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el vestido de sus miembros responda, por dignidad y sencillez, a la naturaleza de su vocación.