Sabías que?
Creado el Miércoles, 10 de Febrero del 2016 11:27:52 pm
En la palabra que viene de lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia.En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, « que resplandece sobre el rostro de la Iglesia ». Los laicos, en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del « ya pero todavía no », a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo « más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija » (cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora» con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica.
En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo»[27]. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo.
Con tal identificación « conformadora » con el misterio de Cristo, la vida consagrada realiza por un título especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano.