LA COLUMNA DEL DÍA | Miramar blues
Creado el Lunes, 28 de Septiembre del 2020 11:14:29 am
Nunca llegué a preguntarle a mis abuelos cómo llegaron a instalarse en el puerto, bajo qué condiciones y circunstancias, si tuvieron que tomar pacíficamente la tierra que ocuparon hasta su muerte a la vera de la carretera Panamericana o si el hecho se produjo de otra forma en el marco de la gran migración del campo a la ciudad que por entonces se empezó a producir en Lima y en las grandes ciudades. El hecho es que para 1947, el gobierno de Bustamante se debatía en la inestabilidad política y económica, en las protestas sociales; Odría estaba a punto de sublevarse en Arequipa y asumir la presidencia, el boom de las barriadas había empezado.
Seguro mis abuelos tomaron su porción de tierra o la adquirieron a precio irrisorio. Por entonces, la ciudad terminaba en Miramar [o lo que empezaba a constituirse como tal]; su casa quedó en esquina, era la última de la salida hacia el sur. Pensada quizá como hábitat transitorio hasta conseguir una vivienda en el mercado o por el Estado, mis abuelos terminaron de traer sus hijos al mundo, de canalizar la migración de sus parientes provenientes del interior, gente expectorada por el paulatino deterioro económico del campo, por el anhelo de "ser mejores" en la ciudad, por la crisis en que siempre ha estado sumido el Perú y [sobre todo] sus regiones.
En el puerto predomina hasta hoy, sin embargo, una visión romántica de la gran migración. Se justifica en las "mejoras" y "oportunidades laborales" que generó el gran capital, en desmedro de la feroz destrucción de la bahía y contaminación del océano, de la contundente aparición de barrios sin trazado urbano ni planificación alguna, de asentamientos pobres y periféricos recreados a la medida del pensamiento de los invasores que dieron lugar a lotes populares, a mafias de traficantes de tierras que hasta hoy persisten en nuevos espacios y realidades.
En el discurso oficial siempre ha existido una tácita retórica de la inclusión, la misma que se afianza en la necesidad de las mayorías de contar con vivienda propia, a pesar que la misma no tuviese siquiera los servicios básicos. Así, en Miramar, los pobladores trazaron sus desiguales calles y estrechos pasajes, sus inexistentes veredas, dejaron espacio para el campo de fútbol donde jugaría Alianza, olvidaron el centro de salud y una escuela [el colegio República de Francia no cuenta en esta historia], un lugar comunitario, una plaza o varios parques, los árboles que tanta falta le hace hasta hoy a las nuevas generaciones. Nadie puede explicar dónde estuvo el Estado para entonces, los viejos vecinos de Miramar deben saberlo. El hecho es que quienes llegaron en los cuarenta se decidieron al sacrificio: cargar agua desde la toma ubicada debajo del puente, quedarse a cuidar el lote para evitar el desalojo, arriesgar la salud de la familia por las enfermedades y pestes que no fueron pocas por entonces, y determinaron la instalación del siempre precario hospital La Caleta.
Nunca llegué a preguntarle a mis abuelos cómo llegaron a Chimbote, por qué y en qué circunstancias lo hicieron; Isabel y Marcelino murieron cuando tenía dieciséis años y acababa de marcharme de casa para asistir a la universidad. La tierra donde construyeron su primera casa dejó de pertenecerle a mi madre hace mucho, el sur llamaba y había que recomenzar la historia. La ocupación de la tierra a veces genera situaciones traumáticas y violentas, en ocasiones es la única apuesta posible de quienes nada tienen que perder porque empiezan de cero; la huella social puede ser muy triste, permea cuando uno se entera de un desalojo o de un incendio en el sur de la ciudad. Así es mi Chimbote, así ha sido siempre, caótico es su destino.
* Augusto Rubio Acosta es poeta, narrador, periodista y gestor cultural
Foto: Chimbote en la Web