San Benito José Labre
Creado el Miércoles, 10 de Febrero del 2016 11:24:16 pm
Fue el mayor de quince hijos. Sus padres, Jean-Baptiste Labre y Anne-Barba Grandsire, pertenecían a la clase media y por tanto pudieron darle a su numerosa prole considerables oportunidades en el aspecto educativo. Recibió su entrenamiento temprano en su villa nativa, en una escuela conducida por el vicario de su parroquia. El relato de este período se plasma en la vida escrita por su confesor, Marconi, y en el contenido del compilado del proceso oficial de su beatificación y son unánimes en enfatizar el hecho de que él exhibió una seriedad de pensamiento y conducta lejos mayor a sus años. Aún a esa tierna edad había comenzado a mostrar una marcada predilección por el espíritu de mortificación, con una aversión hacia las diversiones infantiles ordinarias, y parece haber tenido desde el albor de su razón un vívido horror por el aún menor pecado. Todo lo dicho coexistente con una conducta franca y abierta y una reserva de alegría que permaneció intacta hasta el fin de su vida.
A la edad de doce años se hizo cargo de su educación su tío paterno, François-Joseph Labre, cura de Erin, con quien fue entonces a vivir. Durante los siguientes seis años, los que pasó bajo el techo de su tío, hizo un considerable progreso en el estudio de Latín, historia, etc. pero se encontró a sí mismo incapaz de conquistar un constantemente creciente desagrado por cualquier forma de conocimiento que no obrara directamente para la unión con Dios. Su amor a la soledad, un generoso empleo de austeridades y devoción a sus ejercicios religiosos fueron discernibles como los rasgos distintivos de su vida en esa época y constituyen un preludio inteligible a su carrera subsiguiente.
A la edad de dieciséis resolvió abrazar la vida religiosa como un Trapero, pero siguiendo el consejo de su tío regresó a Amettes para someter su proyecto a sus padres para su aprobación; no pudo conseguir su consentimiento. Por tanto retomó su estadía en la rectoría de Erin, redoblando sus penitencias y ejercicios de piedad y de todas las maneras prepararse para la vida de completa auto aniquilación a la que la voz dentro de su alma parecía estar llamándolo.
Después de la heroica muerte de su tío durante una epidemia en Septiembre de 1766, Benito, quien se había dedicado durante el azote al servicio del enfermo y moribundo, retornó a Amettes en Noviembre del mismo año. Su idea fija en esa época todavía era convertirse en un religioso de La Trapa, y sus padres, temiendo que una continuidad en su oposición sería una resistencia a la voluntad de Dios, aceptaron su propuesta de ingresar al claustro. Le fue sugerido, sin embargo, por su tía materna, la Abadesa Vincent, que la presentación fuera hecha a los Cartujos en Val-Sainte-Aldegonde en lugar de La Trapa. La petición de Benito ante Val-Sainte-Aldegonde no tuvo éxito pero fue orientado hacia otro monasterio de la misma orden en Neuville. Allí le dijeron que no tenía todavía veinte años y que no había ningún apuro, y que debía primero aprender canto Gregoriano y lógica. Durante los dos siguientes años se presentó dos veces sin éxito para ser recibido en La Trapa y fue por seis semanas postulante ante los Cartujos de Neuville, finalmente pidió y obtuvo la admisión en la Abadía Cistercisense de Sept-Fonts en Noviembre de 1769. Después de una pequeña estadía en Sept-Fonts durante la cual su estrictez en la observancia religiosa y su humildad le granjearon el cariño de toda la comunidad; su salud declinó, y fue decidido que su vocación residiera en otro lado. De acuerdo con una resolución tomada durante su convalecencia viajó entonces a Roma. Desde Chieri, en el Piamonte, le escribió a sus padres una carta que probó ser la última que ellos jamás recibirían de él. En ella les informaba su propósito de entrar a alguno de los muchos monasterios en Italia, renombrados por el especial rigor de la vida en ellos. Corto tiempo después de haber despachado la carta, sin embargo, parece haber tenido una iluminación interna que despejó cualquier duda que él pudiera tener sobre cual sería su método de vida. Comprendió entonces “era la voluntad de Dios que, como San Alexis, debía abandonar su país, sus padres, y todo lo que fuera halagüeño en el mundo para llevar un nuevo tipo de vida, una vida por demás dolorosa, por demás penitencial, no en el desierto ni en el claustro, sino en medio del mundo, visitando devotamente como un peregrino los lugares famosos de la devoción Cristiana. Repetidamente sometió esta extraordinaria inspiración al juicio de experimentados confesores y se le dijo que podía a salvo obedecerla. A través de los años que siguieron nunca vaciló en la convicción que este era el sendero señalado para él por Dios. Desde ese momento en adelante hizo su vida de viajero vestido con un viejo abrigo, un rosario alrededor de su cuello, otro entre sus dedos, sus brazos plegados sobre un crucifijo colgante sobre su pecho. En una pequeña cartera llevaba un Testamento, un breviario, era su voluntad recitarlo diariamente, una copia de la “Imitación de Cristo”, y otros libros píos. No tenía otra ropa que aquella que cubría su cuerpo. Dormía en el suelo y la más de las veces al aire libre. Por comida se daba por satisfecho con un trozo de pan o algunas hierbas, frecuentemente tomados solo una vez al día, y ya sea provistas por caridad u obtenidas de alguna pila de basura. Nunca pedía limosna y estaba ansioso por dar al pobre cualquier cosa recibida en exceso para sus exiguos deseos. Los primeros siete, de los trece años que restaban a sus días, los pasó en peregrinajes a los más famosos santuarios de Europa. Visitó de este modo Loreto, Asís, Nápoles, Bari, Fabriano en Italia; Einsiedeln en Suiza; Compostela en España; Parav-le-Monial en Francia. Los últimos seis años los pasó en Roma, dejándola sólo una vez al año para visitar la Santa Casa de Loreto. Su imperdonable u despiadada auto negación, su natural humildad, su decidida obediencia y perfecto espíritu de unión con Dios en la oración desarmaron las sospechas, naturalmente suscitadas, sobre la genuinidad del llamado Divino a tan extraordinaria forma de vida. Literalmente desgastado por sus sufrimientos y austeridades, el 16 de Abril de 1783, cayó en las escalinatas de la iglesia de Santa María dei Monti en Roma y, absolutamente exhausto, fue llevado a una casa vecina donde murió. Su muerte fue seguida por una multitud de inequívocos milagros atribuidos a su intercesión. La vida escrita por su confesor, Marconi, cuya versión inglesa data de 1785, atestigua 136 curas milagrosas certificadas hasta el 6 de Julio de 1783. Tan destacable, verdaderamente, fue el carácter de la evidencia de algunos de los milagros, que se dice de ellos haber tenido no poca influencia en la determinación final de conversión del celebrado converso Americano, Padre John Thayer, de Boston quien estuvo en Roma al momento de la muerte del santo. Benito fue proclamado Venerable por Pío IX en 1859 y canonizado por León XIII el 8 de Diciembre de 1881. Su fiesta se guarda el 16 de abril, fecha de su muerte.
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