Fiorela Nolasco: “Es terrible vivir la vida que yo vivo”
Creado el Miércoles, 10 de Febrero del 2016 11:33:35 pm
La mujer que habla en la televisión con voz furibunda y con el ceño fruncido es un manojo de nervios cuando hace memoria de todo lo que le ha pasado. La muchachita que aparece indestructible ante los medios de comunicación, ha sido abatida por sus propias emociones.
“Es terrible vivir la vida que yo vivo: no poder salir, no poder tener amigos, no hacer mi vida normal. Estar encerrada me aburre, me aburre estar en casa. Es una cruz que a nadie se la deseo, es muy difícil vivir así, es muy complicado. Parece que te vuelves loca, te desesperas, te llenas de impotencia”, dice Fiorela entre sollozos. Fiorela tiene los ojos rojos, vuelve a usar el pedazo de papel higiénico que le ofrecí y se retira el cabello de la frente. Pienso que sus lágrimas están cargadas de odio por todo lo que le ha pasado y pasa.
Fiorela era apenas una adolescente cuando conoció a César Álvarez. Conoció a Álvarez porque su padre fue uno de sus principales aliados en las elecciones de 2006. No tenían una relación cercana, pero fue su padrino de quince años por imposición. Desde aquel día la joven Nolasco miraba con cierto recelo a quien, años después, sería para ella la persona más repudiable de este planeta. Bailaron y celebraron juntos sin presagiar lo que pasaría más adelante.
Cuando Fiorela habla con los periodistas lo hace sentada en el mismo sillón desteñido que solía usar su padre y coloca un cojín sobre sus rodillas para tener mayor comodidad. Desde allí dispara toda su artillería contra los asesinos de su familia y contra quienes los protegen, tal como lo hacía su padre hace solo unos meses. Cada vez que habla su voz hace remecer los cimientos del Poder Judicial, del Ministerio Público, de la Policía e incluso del mismo Palacio de Gobierno. Su voz es la que más se ha escuchado en los últimos meses y la que suena con más fuerza, la que más daño hace cual veneno letal.
Ezequiel Nolasco era como Santiago Nasar, todos sabían que cualquier día lo iban a matar, que su cabeza tenía precio, pero nadie pudo – o no quiso – impedir su muerte. La primera vez que intentaron acabar con su vida fue el 20 de julio de 2010, delincuentes disfrazados de policías ingresaron a su casa de “Tres de Octubre” y le dispararon cinco veces. Nolasco sobrevivió, pero su hijo político falleció cuando se enfrentó a los maleantes. Los sicarios habían fallado, pero cumplieron con su trabajo luego de casi cuatro años, el 14 de marzo de 2014 en un restaurante de Huacho cuando regresaba a Chimbote. Ezequiel Nolasco pidió a gritos protección policial, nunca se la dieron hasta que involuntariamente se convirtió en un Santiago Nasar.
La primera vez que los sicarios atacaron a Nolasco fue en su oficina cuando se encontraba reunido con sus compañeros de Construcción Civil. En la pared quedaron los orificios de bala de aquel día funesto. Esa ambiente es hoy el dormitorio de las policías de Seguridad del Estado que se encargan de cuidar a Fiorela las 24 horas del día. Ironías de la vida, Nolasco tuvo que morir para que el Estado recién se acuerde de proteger a su familia, a su hija.
En los últimos nueve meses Fiorela se la ha pasado encerrada de forma involuntaria. Su casa es ahora su cárcel, es como una fiera tras barrotes fabricados con odio y sangre. Camina una y otra vez por los cuartos y pasillos de su vivienda. Lee periódicos, mira los noticieros y revisa documentos para no aburrirse, siempre sentada en el sillón desteñido que usaba su padre. Fiorela solo sale –o la dejan salir– cuando tiene audiencias en el Poder Judicial o cuando la invitan para formar parte de alguna marcha de protesta, siempre flanqueada por celosos policías. Está obligada a usar un chaleco antibalas que pesa cuatro kilos. Fiorela no ha cometido ningún delito, pero es como si tuviera arresto domiciliario. Hay policías dentro y fuera de su casa, un patrullero y una comisaría rodante. La muchacha no solo perdió a su padre y a su hermano, también ha perdido su libertad, sus amigos, su capacidad de sociabilizar. Solo la visitan periodistas y algunos familiares.
“Mi vida ha cambiado totalmente, ya no hago las cosas que hacía antes. Dejé de estudiar y ya no me puedo reunir con mis amistades que tienen miedo venir a visitarme. Solo salgo a lugares específicos. Ya no puedo ir a reuniones de amigos, casi siempre estoy encerrada”, me cuenta Fiorela. La joven tampoco puede disfrutar de algo tan sencillo como ir a una discoteca para divertirse como una chica de su edad. Es presa de su propio destino. Fiorela es víctima de la violencia política de nuestro país, es víctima de un Estado negligente que no protegió a tiempo a su familia.
Mientras converso con Fiorela suena el teléfono de su casa. Me pide que cortemos la entrevista y acepto. La escucho que habla sobre la venta de agua. Luego me explica que es una especie de intermediaria entre una empresa que ofrece agua embotellada y potenciales clientes. Por cada venta que haga recibe una comisión; así trabaja, así se gana la vida. No se ha quedado con los brazos cruzados, se las ha ingeniado para ganar algo de dinero y mantener a su familia. Ella es ahora el soporte moral y económico de su familia.
Fiorela ha perdido su libertad, pero no sus ganas de vivir, de ser feliz, de progresar. Por eso quiere culminar sus estudios de ingeniería civil. “El otro año (es 19 diciembre de 2014) voy a regresar a la universidad y para eso tengo que trabajar”, me explica. “Entonces tus compañeros de carpeta serán los policías que te cuidan”, bromeo. Fiorela esboza una sonrisa y pienso que en algo he mitigado mi culpa por hacerla llorar. Mi conciencia está más tranquila. La conversación entre Fiorela y yo es vigilada por dos mujeres policías: visten polos, jean y zapatillas. Tienen el cabello amarado. Una de ellas camina por la sala, mientras que la otra mujer está parada en la puerta principal. En un canguro amarrado a la cintura guardan sus armas.
“Yo no le tengo miedo a la muerte. Si Dios me quiere recoger algún día lo va a hacer, pero hasta el último momento voy a seguir pidiendo justicia y si eso será lo último que haga lo voy a hacer. Mis últimas palabras serán de justicia, por mí, por mi familia, por mi padre, por mi hermano”, remarca Fiorela con evidente resentimiento. Cada palabra que brota de sus labios está envuelta de dolor y furia. Es justo que ella tenga esos sentimientos, es justo que ella odie por todo lo que le han hecho, es justo que tenga deseos de hacer justicia con sus propias manos. A veces me pregunto cómo es que una chica de tan solo 21 años ha logrado resistir tantos embates que le ha propinado el destino.
Fiorela quiso aprovechar su figura mediática para ser consejera regional de Áncash, pero fracasó. Por tremenda osadía recibió una avalancha de cuestionamientos de parte de periodistas y medios de comunicación que la buscaban – y la buscan – para recoger sus filudas frases contra César Álvarez y sus secuaces. Qué era muy joven, que se aprovechaba de la muerte de su padre, que primero dijo que no y luego que sí, fueron parte del repertorio de críticas. Yo voté por Fiorela, porque creo en la participación activa de los jóvenes en la política y porque creo que su odio, si es bien canalizado, pudo ser su combustible principal para fiscalizar. El odio también puede ser un mecanismo de coraza y aliciente de lucha contra los adversarios.
Fiorela está confinada en su casa, y desde allí busca la justicia que tantas veces le fue negada a su padre.
*Periodista