Sigue a Papá Noel
Cómo hablar de Dios en nuestro tiempo, el Papa en su catequesis
Creado el Miércoles, 10 de Febrero del 2016 11:25:57 pm
que impulsa a encerrarse en sí mismos, sino, al contrario, pide que salir de sí, porque el bien es difusivo, se difunde mediante la fuerza interior, como reconocía Platón, y san Agustín que afirmaba que “el amor de Dios dilata los confines de nuestra misma humanidad”.Por esta razón es Dios mismo, Amor y Bien supremo, quien tiende a comunicarse. He aquí entonces la pregunta a la que Benedicto XVI ha querido responder: ¿Cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones con frecuencia cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes frecuentemente distraídas por los tantos resplandores de la sociedad?
Queridos hermanos y hermanas:
La pregunta que nos hacemos hoy es: ¿cómo podemos hablar de Dios en nuestro tiempo? Sabemos que el amor de Dios es expansivo por su propia naturaleza. El mismo Dios, en virtud de este amor, se nos comunica en su Hijo muerto y resucitado. Recibimos la fe precisamente escuchando este anuncio. Es este amor el que nos exige salir de nosotros mismos para proclamarlo a todos. Para hablar de Dios, es necesario que crezcamos cada día en el conocimiento y la intimidad con el Señor. En el anuncio del Reino no debemos buscar el éxito inmediato, sino seguir su ejemplo de humildad y paciencia. No buscarnos a nosotros mismos sino centrarnos en lo esencial del misterio de Dios. Con el ejemplo de su vida, Jesús nos enseña a hacernos cargo de la debilidad del hombre para llevarlo hacia Dios. Nos pide que nuestra vida sea, como la suya, reflejo de una íntima unión con Dios. Así, en nuestras vidas, nuestras familias, con nuestros hijos, podremos manifestar ese mismo amor de Cristo, estando atentos a cada necesidad, a los anhelos más profundos, para poder dar una respuesta de esperanza a la humanidad.
Al saludar en nuestro idioma a los fieles procedentes de America Latina y de España, el Papa invitó a dar testimonio de Dios con las siguientes palabras:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Bolivia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar testimonio de Dios, que nos ha mostrado en la muerte y resurrección de su Hijo el más grande amor, y nos pide seguirlo y dejarnos transformar por Él, de modo que en su Iglesia, a través de la Palabra y los sacramentos, podamos renovar el mundo entero. Muchas gracias.
Como ya es costumbre, el Santo Padre también afirmó que reza por todas las personas de lengua árabe, a quienes deseó la bendición de Dios.
Al saludar los peregrinos polacos que participaron en esta audiencia Benedicto XVI les recordó que el Año de la fe es el tiempo de la escucha de Dios que nos habla, pero también es el tiempo para hablar de Él y de su amor infinito. Y formuló votos para que nuestro anuncio, con la palabra y con las obras, de la verdad sobre el divino deseo de salvar a todos los hombres sea un testimonio de la fe vivida personalmente.
Al dar su cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana, el Papa saludó a los sacerdotes, religiosos y seminaristas de la diócesis de Macerata, acompañados por el Obispo, Mons. Claudio Giuliodori. También saludó a los Frailes Menores de la Provincia Siciliana, a quienes deseó que su visita a las Tumbas de los Apóstoles sea ocasión para renovar la fe en las iniciativas pastorales.
De misma manera el Santo Padre manifestó su satisfacción al acoger a los miembros de la Corte de Cuentas de la República Italiana, en el 150° aniversario de su fundación, y manifestó su deseo de que esta Institución realice un servicio proficuo por el bien común.
Por último, al dirigir un pensamiento afectuoso a los jóvenes, enfermos y recién casados presentes en esta audiencia, el Pontífice recordó que el próximo tiempo de Adviento sea un aliciente para que los jóvenes redescubran la importancia de la fe en Cristo; ayude a los queridos enfermos a afrontar sus sufrimientos con la mirada dirigida al Niño Jesús; y acreciente en los recién casados el sentido de la presencia de Dios en su nueva familia.
Queridos hermanos y hermanas:
La pregunta principal que nos planteamos hoy ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio, para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones de nuestros contemporáneos, a menudo cerrados, y en sus mentes, a veces distraídas por tantos destellos de la sociedad? El mismo Jesús, nos dicen los Evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: Ha dicho"¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?" (Mc 4, 30). Cómo hablar de Dios hoy. La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Dios ha hablado con nosotros. La primera condición del hablar de Dios es, por lo tanto, la escucha de lo que ha dicho el mismo Dios. Ha hablado con nosotros. Dios no es una hipótesis lejana del mundo por su origen, Dios se preocupa por nosotros, Dios nos ama, Dios ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha ‘auto-comunicado’ hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestra vida, Dios es tan grande que tiene tiempo también para nosotros, que puede ocuparse de nosotros y se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret, encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo, para sumergirse en el mundo de los hombres y en nuestro mundo y enseñar el "arte de vivir", el camino hacia la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos plenamente hijos de Dios (cfr. Ef 1, 5, Rom 8, 14). Jesús vino para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.
Hablar de Dios significa, ante todo tener claro lo que debemos brindar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No un Dios abstracto, no una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia, el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio, presupone un conocimiento nuestro personal y real de Dios y una gran pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad, Dios se hace uno de nosotros, es el método cumplido en la Encarnación, en la humilde casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el la parábola del grano de mostaza. Se requiere no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura, que penetra en la masa y la hace crecer lentamente (cfr. Mt 13, 33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario recuperar la simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real, concreto, de un Dios que se preocupa por nosotros, de un Dios-Amor que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la Cruz y que, en la Resurrección nos dona la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna. Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo nos ofrece una lección que va directo al corazón de la fe, sobre cómo hablar de Dios con gran sencillez. Hemos escuchado hace poco que en la primera carta a los Corintios escribe: "Por mi parte, hermanos, cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado" (2, 1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o que ha inventado, habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su vida, habla de un Dios real, que vive, que ha hablado con él, que hablará con él del Cristo resucitado, crucificado y resucitado. La segunda realidad es que habla, no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca así mismo, no quiere tener un grupo de admiradores suyos, Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla con el único anhelo de predicar lo que ha entrado en su vida y que es la verdadera vida, que lo ha conquistado en el camino a Damasco. Hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor; significa expropiar nuestro propio yo, ofreciéndolo a Cristo, conscientes de que no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de parte del mismo Dios, invocárselos a Él. El hablar de Dios nace por lo tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Dios, en la vida de oración y según los mandamientos.
Comunicar la fe, para san Pablo no quiere decir traer a sí mismo, sino decir abiertamente y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que él ha experimentado en su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a Jesús, que siente en sí mismo y se ha convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre. El Apóstol no se contenta con proclamar las palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios, tenemos que dejarle espacio en la esperanza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejar espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos en medio, y no a nosotros, más nuestra comunicación será fructífera. Y esto también vale para las comunidades cristianas: ellas están llamados a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos, indiferencia y viviendo en sus relaciones cotidianas el amor de Dios. ¿Son realmente así nuestras comunidades? Tenemos que ponernos en acción para ser cada vez más anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.
En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús. Jesús en su unicidad habla de su padre - Abba - y del Reino de Dios, con los ojos llenos de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y, yo diría de manera esencial. El anuncio de Jesús nos muestra que en el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en las historias cotidianas de nuestra vida Dios está presente, como en las parábolas de la naturaleza, del grano de mostaza, en la parábola del hijo pródigo, Lázaro y en todas las parábolas de Jesús. En los Evangelios vemos como Jesús está interesado por todas las situaciones humanas que encuentra, se inmersa en la realidad de los hombres y mujeres de su tiempo, con una plena confianza en la ayuda del Padre. Y en verdad, en estas historias, de manera oculta, Dios está presente y si estamos atentos lo podemos descubrir. Los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que se reúnen, ven sus reacciones a los problemas más disparatados, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña, siempre a partir de una relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestra forma de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, ya que muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad y el realismo de lo que decimos con las palabras, porque no son solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y en esto hay que tener cuidado para saber leer los signos de los tiempos de nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad para salvaguardar la creación, y comunicar sin miedo la respuesta que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para descubrir, con la fantasía animada por el Espíritu Santo, nuevos caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el Evangelio sea la sabiduría de la vida y la orientación existencial.
También en nuestro tiempo, un lugar especial para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Constitución dogmática Lumen gentium, 11;.. Decr Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiéndose la responsabilidad en la educación, en abrir la conciencia de los pequeños al amor de Dios como un servicio esencial para sus vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos.
Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber aprovechar las oportunidades favorables para introducir en la familia el discurso de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a las que están sometidos los hijos. Esta atención de los padres es también sensibilidad en el reconocimiento de las posibles preguntas religiosas que se hacen mentalmente los niños, a veces, evidentes a veces ocultas. Después está la alegría: la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la alegría de la Pascua, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, la fatiga, las dificultades, la incomprensión y la muerte misma, sino que puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana.
La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que no hace ruido, y proporciona valiosas orientaciones para vivir bien la propia existencia. Por último, la capacidad de escucha y de dialogo: la familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está hecho de escucha y de palabra, de entenderse y amarse, para ser signo, el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios.
Hablar de Dios, por lo tanto, significa comprender con la palabra y con la vida que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Así volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y ??sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, el Dios que nos ha mostrado un amor tan grande, de encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que nos invita a seguirlo y dejarnos transformar por su amor inmenso para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; el Dios que nos ha dado a la Iglesia, para caminar juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar la entera Ciudad de los hombres, para que pueda llegar a ser la Ciudad de Dios.